UN MERCADO CON MÁS DE MIL AÑOS

León es una ciudad que puede decir que es un centro comercial certificado desde hace más de mil años. El Mercado de la urbe legionense sigue siendo todos los miércoles y los sábados (desde 1466) una cita imprescindible para sus habitantes desde hace un milenio, como poco.

Y es precisamente el Mercado uno de los motivos fundamentales para que el Fuero de León fuera promulgado. Era necesario para garantizar la bonanza econ´mica de la ciudad que era la que acogía la Corte del Reino y para atraer pobladores tras su destrucción por Almanzor. Nada como que se mueva dinero y mucho negocio para atraer todo tipo de personas a un lugar boyante.

En estos Decreta de Alfonso V se determina un claro derecho de Libertad de Comercio, de protección ante los robos y de control de las medidas y los precios. En León se inventó lo que llamaban la ‘Paz del Mercado’.

Sin embargo, no era todo porque sí. Había que regular unas normas concretas para que el negocio también revertiera en las finanzas reales y de la ciudad. En el Fuero de León la legislación de control de los oficios, el abastecimiento y el mercado provoca que se ‘cree’ el Concejo de León para regular los derechos y deberes comerciales dentro de la ciudad.

Esta asamblea popular decidía cada año las medidas del pan, el vino y la carne. Se permitía la venta de cereales en la propia casa y de vino siempre que no se falsearan las medidas. Se regula el mercado, en el cual se prohíbe que nadie tome prendas del que no fuera su deudor o fiador y se imponen penas a los que llevaran a cabo actos de violencia con espada y lanzas, sancionándolos con el pago de 60 sueldos al sayón del Rey. De éste último se conocía el nombre, Abolkacem.

VENTA DE GANADO Y TODO TIPO DE ALIMENTOS

En el mercado se vendía ganado y todo tipo de alimentos, aperos de labranza, ropa, cuero, tegidos, productos de lujo, cereales, vino y demás. La unidad de medida era el sueldo: por ejemplo una oveja equivalía a un sueldo de plata. Los caballos eran tan caros que podían valer entre 40 y 60 sueldos de plata (u ovejas). Sin embargo, no era caro el ganado, las tierras o las casas: un solar sin edificar podía costar entre 4 y 20 sueldos, y una manzana de casas mediana entre 60 y 100 sueldos.

Es Claudio Sánchez Albornoz el que en su libro ‘Una ciudad cristiana de hace mil años‘ el que mejor describe el mercado legionense. En las siguientes líneas el lector puede hacerse una idea de cómo se intercambiaban los bienes en él.

Junto al grupo que come, bebe y ríe se vende una vaca preñada en doce sueldos; un campesino pide cuatro por un asno gigante; un aldeano ofrece ocho denarios por un cerdo cebado; se compran cien ovejas en cien sueldos, una cabra en un modio de trigo, y se tantean potros, mulas, yeguas y pollinos. Los dos jinetes misteriosos vuelven a detener sus pasos ante un corro que presencia interesado el regateo de un feo potro de color morcillo. El comprador es un villano de Castrrojeriz venido a León a liquidar la herencia de una tía. Ha vendido un herrén, un linar y su parte en unos molinos del Torío, y es tal su impaciencia por convertirse en caballero que no espera a volver a su tierra para comprar caballo. Ha obtenido unos sesenta sueldos por esos bienes, divisa o partija que le había tocado al repartir con sus hermanos la herencia referida. La cifra de los sesenta sueldos es reducida. No le permite adquirir un buen caballo, que se cotiza a muy altos precios en todos los mercados del reino de León. El caballo es indispensable para la guerra con el moro y alcanza un valor elevadísimo en proporción al conseguido por las demás especies animales. Después de la batalla de Simancas, en que perecieron tantos brutos y jugaron tan decisivo papel los jinetes cristianos, los reyes distinguen a los caballeros con marcada preferencia, la demanda de cabalgaduras ha crecido y es más que difícil adquirir una de ellas. Un gallego unido al grupo que presencia el trato refiere en este punto que ha visto cambiar en su tierra, por ocho y por seis bueyes, un caballo castaño y otro bayo como los que montan los dos incógnitos jinetes. No aceptarían ellos un cambio semejante. Exigirían de diez a veinte bueyes, o un centenar de sueldos, a lo menos, y en León vale un caballo de cuarenta a sesenta, es decir, de cuarenta a sesenta ovejas, de seis a doce bueyes como mínimo. El aspirante a caballero ha apalabrado ya una silla gallega de altos borrenes en diez sueldos; pero no puede emplear los cincuenta restantes en mercar el caballo, porque necesita adquirir el atondo propio de todo caballarius, y ha de comprar aún: cabezada, pretal, riendas, freno y ataharre, para completar los arreos de la cabalgadura, y escudo, espada y lanza, para su equipo personal. Ha encontrado un potro morcillo huesudo y con mal pelo, por lo que su dueño le pide treinta sueldos. No le satisface la estampa de la bestia; pero con la esperanza de engordarla, y forzado por lo exiguo de su caudal, discute de modo peregrino con el dueño del potro para alcanzarlo más barato. El trato dura; el vendedor, a quien urge la venta, pues la ruindad de la cabalgadura es imagen de la pobreza de su dueño, cede al cabo; y el nuevo caballero da veinte sueldos galicanos por el potro.

Más allá los dos desconocidos ven pagar cien sueldos por un mulo a un siervo del obispo, quince por una yegua vieja a un infanzón del conde que gobierna Luna, y, sorprendidos, admiran un caballo bayo de la alzada, estampa y pelo de uno de los dos suyos, por el que entregan también hasta cien sueldos. Se apean de las cabalgaduras, las coge de las bridas el siervo que los sigue, abandonan el teso del ganado y se dirigen al Arco del Rey o de Palacio, para entrar por él en la ciudad.

Y mil años después, aunque los precios sean distintos, aquel mercado sigue activo. Pocas ciudades del mundo pueden decir que su plaza de abastos tenga normas milenarias.

León, sí.